051 - La carta magna a los Romanos (9:35)


051. La carta magna a los Romanos. Lo mejor de lo mejor

¡Roma, Roma!... El sueño dorado y más metido en la cabeza de Pablo, el cual se va diciendo a todas horas:

-Ya no me queda nada que hacer por estas regiones; desde Jerusalén hasta la Iliria lo he llenado todo con el Evangelio de Cristo. Es la hora de ir a Roma. ¡Roma, Roma!...

En el apacible invierno del 57 al 58 que pasa en Corinto, pacificada del todo su Iglesia y apegados los fieles a Pablo, el Apóstol aprovecha el tiempo para escribir con calma la que será su carta magna, como una presentación de la visita que quiere hacer a la Capital del Imperio. La carta más pensada, más serena, más rica de todas las que salieron de su pluma.

-¡Cuántas ganas que tengo de verlos, amigos! Y creo que ahora ha llegado la ocasión. Acabada la misión que debo hacer en Jerusalén, y de camino para España, voy a poder realizar el viaje tan esperado y pasar por ustedes para visitarlos.

Porque su fe es alabada en el mundo entero, y tengo enormes deseos de conocerles para compartir con ustedes la alegría de nuestra fe común.

¡Gracia y paz a ustedes, llamados por Jesucristo, a los que Dios amó y convocó para ser santos!...

Desde el principio se ve que esta carta va a ser totalmente diferente de las otras: efusión del corazón, mucha doctrina, ninguna reprensión, estímulos grandes para la vida cristiana.

Ya en las primeras líneas descubre Pablo todo su pensamiento:

-¡Vivan de la fe! ¡Entréguense a Dios por la fe! Porque el justo vive de la fe.

Mira Pablo al mundo pecador, y traza un cuadro pesimista.

Todos han caído en una esclavitud nefanda, lo mismo los griegos paganos que los judíos a quienes Dios se había revelado.

Tan pecadores los unos como los otros, todos están necesitados de la gracia de Dios si quieren salvarse.

A los griegos no les vale nada su sabiduría.

A los judíos les resuelta inútil la Ley de Moisés.

Es inútil que paganos y judíos quieran salvarse por sus propias fuerzas.

Cuando hayan visto que no hay nada que hacer, gritarán:

-¿Quién me librará de esta situación irresistible en que me tiene mi cuerpo mortal y de pecado?...

Entonces se darán cuenta del remedio único que Dios les brinda, y exclamarán esperanzados y gozosos:

-¡La gracia de Dios por el Señor Jesucristo!...

A esto se reducen esos siete capítulos primeros de esta carta magnífica.

Es cierto que cuesta seguir toda la exposición de Pablo, que parece la hubiera escrito sólo para estudiosos que habrían de discurrir mucho.

En estos primeros capítulos, dentro de su dificultad, ha ido soltando Pablo sentencias y

consejos luminosos.

"Dios dará a cada cual según sus obras. A los que perseveran en el bien buscando su gloria, les revestirá de gloria, honor e inmortalidad en una vida eterna".

¡Adelante, por lo mismo, pues vale la pena trabajar!...

"Nuestra esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado".

Esperanza y amor. Con tales sentimientos en el corazón, ¿quién no v a ser feliz?...

"La prueba de que de Dios nos amó está en que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros".

Con un Dios así, con un Redentor de tal categoría, ¡qué poco miedo puede dar un Dios tan bueno!...

"Cristo, resucitando de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio alguno sobre él; porque el morir por el pecado fue de una vez para siempre, mientras que, resucitado, vive eternamente con Dios y para Dios".

Jesucristo, el triunfador total. Todos los enemigos son puros muñecos en sus manos…

Acabados esos capítulos, llegaremos al incomparable capítulo octavo de esta carta. Es lo más sublime, ardiente y triunfal salido de la pluma de Pablo.

"Somos hijos de Dios, y clamamos siempre: Abbá! ¡Padre! ¡Papá!"...

"El Espíritu Santo ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables"…

"A nosotros, a los que Dios predestinó, los llamó, los justificó, los glorificó"…

"¿Y quién nos separará del amor de Cristo? ¡Nada ni nadie podrá arrancarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro!"…

Termina aquí Pablo la exposición doctrinal de su grandiosa carta y le sale al encuentro el problema judío.

¿Qué va a ser de Israel? ¿Perdido para siempre ante Dios?...

En medio del dolor, Pablo viene a entonar un himno de esperanza:

-¡Tranquilidad¡ ¡Paz! Israel es el pueblo elegido, y su grandeza es la más encumbrada a que haya subido nación alguna.

Llegará el momento en que el pueblo judío creerá, su entrada en el mesianismo será en masa, "y todo Israel será salvo, porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables".

Todo lo que sigue después en la carta y hasta el final es una calurosa exhortación, facilísima de leer y entender, sobre la vida cristiana.

-¡Ofrézcanse al Señor como hostias agradables de sacrificio espiritual!

-¡Sean humildes!

-¡Sean constantes en la oración!

-¡Ámense cordialmente los unos a los otros!

-¡No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien!

-¡Acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios!

-¡Sométanse con gusto a las autoridades!

-¡Luchen conmigo en sus oraciones, rogando a Dios por mí!

-Y no olviden esto: que ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco nadie muere para sí mismo. Porque si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Porque Cristo murió y resucitó para esto: para ser el Señor de los vivos y de los muertos.

Por medio de Pablo, Dios nos hizo un regalo inmenso con esta carta, foco de luz indeficiente, y que acaba de manera también solemne:

"¡A Dios, el único sabio, por Jesucristo, sea dada la gloria por los siglos de los siglos! Amén".