026 - Primera carta a Corinto (10:44)


026. Primera carta a Corinto. Mucha luz entre sombras

¡Los Corintios!... ¡Cómo nos suena esta palabra! Porque son muchas las veces que la oímos en las celebraciones de la Iglesia.

Las dos cartas que dirigió Pablo a la Iglesia de Corinto son un alimento sabroso y nutritivo de nuestra fe y de nuestra piedad cristiana.

Hoy vamos a ver a Pablo en Éfeso dictando durante muchos días del año 56 la carta que conservamos como primera y que nos resulta interesantísima.

La carta no tiene ningún orden. Como fue escrita a ratos y en muchos días, pasa de un tema a otro sin ilación alguna.

Enseña puntos de doctrina sublimes, reprende vicios, corrige, alaba virtudes, da órdenes, entusiasma…, en fin, afloran en la carta todos los sentimientos del alma de Pablo para con sus hijos queridos.

¿A qué venía esta carta?

Ya vimos lo que era Corinto: una de las ciudades más difíciles del Imperio para implantar en ella el Evangelio.

Después del fracaso de Atenas, Pablo se dijo con audacia:

-¿A que en Corinto me va mejor? ¿A que la Cruz de Cristo se demuestra más eficaz que la sabiduría humana? Desde el primer momento, no he de predicar sino a Jesucristo, y a Jesucristo precisamente Crucificado.

Y Pablo no se equivocó. Dificultades a montones, pero fueron también admirables los frutos, como reconoce Pablo nada más iniciar la carta:

"Doy gracias a Dios sin cesar, por la gracia que Dios les ha dado en Cristo Jesús, pues en él han sido enriquecidos con todos los dones de la palabra y del conocimiento".

Entonces, ¿qué había pasado en Corinto para que venga una carta como ésta?

Pablo ha tenido noticias desagradables, en medio de tantas satisfacciones como le daba la comunidad corintia.

Y el primer disgusto fueron las discordias que se estaban creando en la comunidad:

-¿Qué es eso de divisiones entre ustedes? ¿A qué viene el formar grupitos separatistas?

¿Por qué vienen unos diciendo: Yo soy de Pablo, que fue el primero que nos predicó?

¿Por qué otros se ufanan diciendo: Yo soy de Apolo, tan elocuente orador?

¿Por qué otros, venidos de Judea, y para desautorizarme a mí, se apoyan en el de más autoridad, y reclaman: Yo soy de Pedro?

¿Y por qué otros, más audaces, se han de agarrar del que es de todos, y se glorían diciendo: Pues soy de Cristo?...

Pablo puntualiza entonces:

¿Qué quieren que yo les diga? ¿Es que Cristo está dividido?

¡Hacen muy mal! Si Cristo no está dividido, ¿por qué ustedes dividen a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo?...

Y vino otra regañada, debida a la inmoralidad.

Aunque no era de extrañar del todo, pero Pablo no la podía consentir.

Corinto pasaba por ser la ciudad más corrompida del Imperio. La libertad sexual campeaba por doquier. Y algunos de los bautizados recaían después en vicios inveterados.

Pablo se muestra enérgico:

-¿Y eso otro que me cuentan, que se da entre ustedes una fornicación que ni entre los paganos?... ¡Hagan el favor de no juntarse con gente inmoral!...

Y por parte de ustedes, ¿no saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? ¿O es que van a convertir los miembros de Cristo en miembros de una prostituta? Eso, ¡de ningún modo!...

Ante estas expresiones de Pablo, cualquiera diría que toda aquella comunidad se había relajado de manera irreparable.

Pero no era así. Nos lo dice claro lo que sigue de la carta, tan extensa y tan preciosa.

Pablo va a responder en ella a las cuestiones que le han planteado, las cuales demuestran una Iglesia llena de los carismas mejores del Espíritu Santo.

-Felicito a los que rayan tan alto en su vida matrimonial, con toda pureza. Y felicito en especial a las valientes que se entregan del todo al Señor.

Esto no se explica en Corinto sino admitiendo una gracia abundantísima del Espíritu Santo en aquella Iglesia (7.1-40)

La carta entusiasma, porque aquellos cristianos, en medio de sus problemas, rebosaban generosidad para con el Señor.

El Concilio de Jerusalén había pedido a los cristianos helenistas que no comieran carne sacrificada a los ídolos en atención a los cristianos judíos.

Y los cristianos venidos del paganismo lo cumplían.

Aunque Pablo, si les anima a ser libres, les encarga a la par ser delicados de conciencia:

-No hagan caso de la carne que compran en el mercado sacrificada a los ídolos, que son dioses falsos. Coman con buen apetito esa carne, que no les hará ningún mal. Pero vayan con cuidado con los escrupulosos. Yo por mi parte, si la comida causa escándalo, no comeré carne jamás, a fin de no perjudicar la conciencia de un hermano por el que murió Cristo.

Al corregir los abusos en los banquetes sagrados, Pablo pasa a hablar de la Eucaristía hasta entusiasmarnos, aunque fustiga a los que reciben indignamente el Cuerpo del Señor.

Al poner orden en las asambleas, sigue Pablo con páginas oportunas sobre los carismas y dones que el Espíritu Santo derramaba con profusión sobre aquella Iglesia de Corinto.

Y entona un himno lírico de tal calidad al carisma del amor, que se ha dicho muchas veces que ese capítulo trece de esta carta es la página más bella de toda la Biblia.

Ante las dudas de algunos griegos, Pablo escribe magistralmente sobre la resurrección que nos espera al final de los tiempos, en todo conforme a la Resurrección de Jesucristo.

Esta carta primera a los de Corinto es de lo más fácil de leer, de entender, de saborear.

Ella nos descubre de manera patente lo que era la vida cristiana en aquellos tiempos

primeros de los apóstoles.

Mucha fe, mucho amor al Señor, mucha generosidad, muchos dones del Espíritu Santo, mucha obediencia a los Pastores puestos por Dios al frente del rebaño.

Y también, ¿por qué no?, una Iglesia con defectos, con pecados de muchos hijos suyos, consecuencia de la debilidad humana.

Pero era una Iglesia que sabía arrepentirse de los errores, de purificarse y de caminar siempre hacia el Señor.

Una carta como ésta, Pablo la acaba de la manera más formidable, cuando escribe de su puño y letra al estampar la firma:

"¡Y el que no ame a nuestro Señor Jesucristo, que sea maldito!".

¡Bien por el desahogo de Pablo!

A los de Corinto entonces, y a nosotros ahora, nos sobra esta maldición, porque a Jesucristo lo amamos entrañablemente. ¿Verdad que sí?...