014 - Tesalónica y Berea (10:54)


014. Tesalónica y Berea. El Evangelio por Macedonia

Recordaremos siempre con cariño la fundación de la Iglesia de Filipos, y nos encontramos hoy en Tesalónica, adonde ha llegado Pablo después de un recorrido de casi 150 kilómetros hacia el Oeste.

Aquí va a nacer otra Iglesia magnífica, que le causará a Pablo grandes alegrías (Hch 17,1-9)

Tesalónica era la capital de la provincia romana de Macedonia; en ella residía el Gobernador y contaba con una gran colonia de judíos.

De momento, Pablo desconoce todo.

Según su costumbre, se pone a trabajar con sus propias manos para no ser gravoso a nadie; pero sus medios de vida eran tan escasos que los cariñosos filipenses, al saberlo, se dieron prisa en socorrerle, como después les recordará Pablo con emoción:

"Estando yo en Tesalónica me enviaron recursos con que atender a mi necesidad" (Flp 4,16)

Pero los apuros económicos no le detienen a Pablo.

Ya el primer sábado, y en los siguientes, no se aguantaba:

-¡A la sinagoga cuanto antes!...

Y en ella, ante numeroso público, empieza la exposición del Evangelio con el método ensayado en Antioquía de Pisidia y que recordamos bien:

-Jesús es el Hijo de la promesa a Abraham. Es el descendiente de David. Es el anunciado por todos los profetas. Es el que señaló Juan al bautizarlo en el Jordán. ¡Miren todo esto en las Escrituras!...

Iba todo bien, y los judíos aceptaban de buen grado la exposición de Pablo.

Hasta que vino la discusión, de la cual nos dan la pista los Hechos. Todo estuvo en estas palabras:

"¡Cristo Jesús tenía que padecer!".

Por aquí ya no pasaron los judíos, que razonaban y gritaban:

-El salmo 109 es bien claro, cuando dice Dios a su Cristo: "Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies". ¿Y ahora nos viene este Pablo con que su Cristo murió en una cruz, después de horrorosa pasión, aunque afirme que al fin resucitó y que un día volverá? ¡Nosotros no aceptamos a semejante Cristo!

No obstante, un pequeño grupo de judíos acogió el mensaje y creyó.

Pero sobre todo creyeron muchos griegos temerosos de Dios, es decir, los que adoraban con los judíos a Yahvé, y también iban creyendo muchos paganos, hasta formar una comunidad cristiana muy numerosa.

Y es aquí, al cabo de algunos meses, cuando estalló la guerra.

Al ver los judíos -"recomidos de la envidia", dicen los Hechos-, cómo crecía en Tesalónica la Iglesia, determinaron acabar con los apóstoles y echar por tierra toda su obra.

Para conseguirlo, organizaron y levantaron el motín.

Comprados con dinero algunos maleantes de la ciudad, se presentan furiosos ante la casa de Jasón.

-¡Entréganos a ese Pablo a quien escondes aquí!...

-¿Pablo? En mi casa no está.

-¡O lo sacas o tendrás que venir tú, traidor!…

El judío Jasón, a estas horas ya cristiano, fue arrastrado junto con algunos otros hermanos y conducidos a los magistrados de la ciudad, gritando los maleantes:

"Esos que han revolucionado el mundo se han presentado también aquí, y este Jasón los ha hospedado en su casa. Todos ellos actúan contra el César, pues afirman que hay otro rey, ese tal llamado Jesús".

Ante semejante acusación se amotinaron la turba y los mismos magistrados.

Pero Jasón, sereno, se dirige a la autoridad:

-Yo salgo responsable de lo que pasa. Mienten con semejante acusación, la misma que los judíos de Jerusalén presentaron ante Pilato. Jesús no es ningún rey de este mundo ni actuó contra el Emperador. Como tampoco lo hacemos nosotros.

Los magistrados entendieron: ¡Cuestiones de la religión judía!... Y actuaron con prudencia, sabedores de lo que pasó en Filipos.

-Jasón, váyase tranquilo a su casa…

Así lo hizo Jasón, pero los hermanos tomaron la precaución de sacar a Pablo y a Silas de la ciudad y encaminarlos hacia Berea.

La Iglesia de Tesalónica, aunque creciendo siempre en número y santidad, se verá continuamente acosada por la envidia judía.

A Pablo le esperaban muchas alegrías a la vez que hondas preocupaciones con los tesalonicenses. Nos lo dirán un día sus preciosas cartas.

¿Y qué ocurrirá en Berea a los misioneros?

Es encantador lo que van a vivir en esta pequeña ciudad a la que han llegado después de tres días de viaje.

Pablo, como siempre, ante todo y sobre todo se dirige a la sinagoga. ¿Y con qué se encuentra en ella?

Lo más inesperado: con unos judíos que son la estampa opuesta a todo lo que hasta aquí hemos visto. Los Hechos nos lo dicen con palabras inolvidables:

"Estos judíos eran de un natural mucho mejor que los de Tesalónica" (Hch 7,10-15)

Ya el primer día, los oyentes prestan una gran atención.

-¡Interesante, Pablo, interesante todo lo que nos dices! Seguiremos escuchándote.

"Aceptaban la palabra de todo corazón", siguen diciendo los Hechos.

Así un día y otro día.

¿Y cómo lo hacían? No lo olvidaremos nunca, por la lección bellísima que nos dan.

Biblia en mano, ante cada afirmación que Pablo lanzaba, ellos se ponían a examinarla y comprobarla con las Escrituras:

-¡Pues tienes razón, Pablo! Así consta, y así es.

Esto no lo podíamos imaginar. Pablo estaba en la gloria, pues Lucas dice literalmente:

"Creyeron muchos de ellos, y, de entre los paganos griegos, muchas mujeres distinguidas y no pocos hombres".

¡Qué Iglesia la que se presentaba aquí!

Pero, ¿cómo acabó este idilio de Pablo en Berea? Mal, como no podía ser menos.

Los judíos de Tesalónica mandan una legación, que alborota a toda la ciudad:

-¿Y le hacen caso a ese Pablo tan embustero, que predica un Cristo tan raro, que no es en modo alguno el que espera Israel? ¡No le crean! ¡Échenlo fuera!

La guerra iba tan en serio que los hermanos, llenos de pesar, hubieron de tomar a Pablo por la noche y encaminarlo bien lejos hacia el sur, hasta que llegase a Atenas.

Pero Pablo dejaba en Berea a Silas y Timoteo:

-Queridos, guarden bien esta Iglesia. Aquí tiene el Señor muchos elegidos.

Los de Berea nos han dado una lección tan bella, que volveremos inmediatamente a ellos.